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ÁNGEL PANTOJA

SERIE HOJARASCA

HOJARASCA

Por Rafael Doctor

¿Tiene un artista más responsabilidades con el mundo que el resto de personas? Aquí cada uno, como en todo, opina lo que quiere, pero yo tengo claro que sí, que rotundamente sí, que el artista tiene que aportar desde su trabajo gritos, pautas o salidas para mejorar el mundo del que forma parte. Un artista es alguien que se lanza al mundo y que a través de lo que piensa, y posteriormente ejecuta, alza la voz y llama la atención de los demás pues tiene algo que ofrecer. Uno hace cosas para comunicar a través de ellas.
No obstante, el sistema artístico es tan amplio y complejo que ya ni sabemos qué es ni dónde está y, mucho menos, cuál es su verdadera función; lo que está claro es que todo puede caber siempre y cuando esté avalado por la intención de expansión o comunicación de la obra que genere el artista. Seguimos y seguiremos viviendo en una postmodernidad permanente, eterna y sin fin, que es la que rige el bello y extraño sinsentido en el que nos gusta habitar y en el que todo es posible y en esa gigantesca posibilidad la confusión es aún mayor.

Ángel Pantoja es un artista de esos difíciles de definir. Nunca tenemos claro lo que hace pues se mueve ágilmente por diferentes campos con mucha naturalidad: puede ser un dibujante, un ilustrador, un pintor, un escultor o incluso un ebanista. Esa versatilidad en géneros, soportes u herramientas es una característica que comparte con muchos de los más importantes artistas contemporáneos que suelen estar siempre incómodos con cualquier tipo de encasillado o etiqueta para definir su trabajo Sin embargo, lo que es una constante en su regusto por el color y la imagen en la configuración de una iconografía que bebe directamente de las fuentes del barroco culturalmente tan presente en Sevilla, además de un uso muy preciso del humor y la ironía.

La Hojarasca, título de su último trabajo, es el cúmulo de hojas muertas que definen normalmente el otoño. La hojarasca es así el detritus de lo que antes fue vida y ahora, aunque muerto, va a ser la base de lo que está a punto de estallar. El escenario que nos ofrece es el de un mundo que ha sucumbido en el que persisten unos pinos y unos abejarucos que sobrevuelan por diferentes huellas y símbolos de la estupidez y la maldad humana. El urinario de Duchamp vuelve a la basura de la que, posiblemente, nunca debió de haber salido, de la misma forma que las pelotas de golf nunca deberían haber arrasado con los espacios naturales de los campos y las dehesas de nuestro mundo. Ahora la realidad se comprime en unas pocas escenas en las que aún persisten los símbolos de nuestra miseria supina en escenas como las que vemos el esqueleto de un galgo ahorcado u otras con otros esqueletos de tantos animales como hemos ido arrasando hasta hacerlos extinguir. Y es que nuestra corta historia humana que glorificamos como cultural, científica o incluso humana, no es otra cosa que un despliegue destructor de un simio que se salió del orden y empezó a actuar como un virus y, como tal, arrasó con el cuerpo, la tierra, que había invadido. De una forma plácida, pero contundente, nos encontramos representado el grito de este artista contra la estupidez del comportamiento humano que rige el mundo desde el capítulo que nos toca vivir. Ahora soñamos un futuro en el que es lógico que ya no estemos y en el que quizás sean otros los que intenten restaurar tanta destrucción y sinsentido arrasador innato de un mundo que ya es solo hojarasca.

Ojalá y esto solo sea una llamada de atención, ojalá y esto sea solo un grito de una sociedad que ya está intentando reparar y aprender de sus constantes errores, ojalá y estas obras dentro de un tiempo sean contempladas como un retrato de un miedo. Sin embargo la esperanza está acurrucada en algún lugar lejano pues ya dejó de creer en nosotros. Todos los datos apuntan a un final al que nosotros nos empeñamos incluso en acelerar. El artista, al menos, aporta el grito de socorro y esa es su responsabilidad ante el sinsentido del
mundo que le toca traducir y representar.